COMO EN UNA TELA DE ARAÑA
 
 
 
 
En el momento del despegue cerró los ojos y fingió dormir. No quería que le molestasen hasta la mañana siguiente a la hora del desayuno antes de llegar a Zurich y, cuando se le acercó la azafata, con un ligero gesto de su mano intentó decirle que estaba cansado y que pensaba dormir toda la noche.
 
 
 
 
 
 
 
 
El avión salió de Nairobi con casi dos horas de retraso aunque el comandante aclaró a través del interfono que ello no afectaría la hora de su llegada a Zurich, escala obligada para cambiar de avión en dirección a Ginebra, en donde debería esperar a que subieran los demás pasajeros con destino a Barcelona. Calculaba llegar a su casa alrededor de las once de la mañana. Le quedaban aún algunas horas antes de enfrentarse a la historia de su pasado y empezaba a sentir el miedo de encontrarse desplazado.
 
 
 
 
Ni sabía el tiempo exacto que había estado lejos de su casa. Hacía casi dos años que se había dejado arrastrar por su complejo aventurero y sólo recordaba con cierta nitidez algunos episodios sueltos de aquella aventura personal. Sobre todo el principio, antes de que, por distintas causas, se dejara arrastrar por sucesivos estados anímicos y se viera sumergido en la indolencia y la dejadez al darse cuenta de la poca consistencia de sus bases. Se había estado engañando toda su vida dejándose llevar por impulsos, viviendo entre sueños, jugando a la aventura y se vio obligado a aprender cuando ya casi no le quedaban fuerzas. No podía sentirse demasiado orgulloso del balance.
 
 
 
 
Le adjudicaba poco valor a ese balance si exceptuaba algunos encuentros habidos con personas realmente interesantes, pero, el conjunto, le parecía más bien pobre. Lo resumía en una sucesión de cambios sin objetivos concretos buscando el goce inmediato mientras intentaba satisfacer la independencia de su ego aunque sin profundizar, jamás, en las verdaderas intenciones. Hacía bonito cambiar de un despacho a un plató; de la máquina de escribir a la artesanía maderera; de Barcelona a Río de Janeiro; pero, si no se sabe muy bien el por qué uno se involucra en un nuevo movimiento acaba tan insatisfecho como se encontraba antes, aunque más mareado. Y Roberto sabía muy bien que los cambios en su vida había sido él mismo quien los había provocado y, por tanto, único responsable del resultado de sus actos.
 
     
 
Había llegado al punto del «non retour» en donde no existen ideas, nada nuevo se encuentra y el poco bagaje conseguido resulta insuficiente para seguir con dignidad un camino hacia adelante. Era consciente de que se había dejado arrastrar a un callejón sin salida a pesar de que, en la opinión de muchos, parecía estar llamado a grandes empresas.
 
 
 
 
 
     
 
Empezó a introducirse en aquel callejón mucho antes de que él se diera cuenta, desde muy joven, con su excesivo interés por las leyendas y el mundo de las epopeyas. Había magnificado personajes y situaciones de ensueño y había llegado a creerse que su vida pertenecía a aquella esfera. En alguna ocasión sacó buen provecho de su forma de ser. Le permitió conocer varios países, introducirse en muchos medios distintos, vivir reveses de fortuna y, todo ello, según él, cimentaba su conocimiento y aumentaba sus posibilidades cara al futuro. Pero su realidad actual era más bien triste.
 
     
 
Con más de cincuenta años se encontraba cansado de casi todo, principalmente de sí mismo, y había perdido tanto tiempo que ahora tendría que olvidarse definitivamente de la palabra lamento. Podía reconocer sus errores aunque no lamentar el haberlos vivido, por mucho que doliera comprobarlo. Se mirara por donde se mirara, él no se encontraba ningún valor y, aunque no valieran las lamentaciones existía el dolor y tendría que aprender a vivir con él.
 
     
 
 
     
 
Al salir de Barcelona jamás se hubiera imaginado aquel camino de regreso. Cuando decidió partir lo hizo porque se aburría con su trabajo y pensó encontrar la piedra filosofal, su Santo Grial, si ponía tierra por medio. Antes de irse vivía de escribir algún artículo, de algún doblaje o vendiendo algo de artesanía que él mismo confeccionaba, aunque todo ello sin continuidad y creyendo que acabaría encontrando algo mejor, que habría algún giro en su vida, y Aitana, qué estará haciendo ella ahora, que decía, como siempre, que lo que él quisiera, que ella seguiría allí cuando él volviera, no se interpuso en su decisión.
 
     
 
 
     
 
Su primer destino había sido Grecia. Se fue con la idea de escribir unos artículos y, para cuando decidiera volver, seguro que habría encontrado su verdadera orientación. ¡Imbécil! Empleó cuatro meses para recorrer el país de extremo a extremo y, pasado ese tiempo, en pleno calor del mes de julio, se trasladó a la isla de Creta. Vivió días espléndidos, visitó ruinas y se bañó en el Egeo; se puso muy moreno y consiguió algún dinero vendiendo sus artículos; aprovechó bien el tiempo para releer los clásicos y fue conociendo gente pero, con el paso de las semanas y a pesar de encontrarse muy a gusto entre los griegos, no encontraba lo que buscaba. Y estaba decidido a volver cuando apareció Oscar.
 
 
 
 
Oscar era un español que rondaba la treintena. Trabajaba como traductor en las Naciones Unidas en su sede de Nairobi, y se encontraba con un grave problema mientras pasaba sus vacaciones en la isla griega. Era muy simpático y buen conversador, pero desde hacía cierto tiempo una sola idea rondaba en su cabeza: reunirse con su novia, una negrita monísima que vivía en algún lugar de Goma, en el Zaire. Se habían conocido el año anterior en Nairobi mientras ella aprovechaba un visado de entrada al país para seguir un cursillo de peluquería especializada. Las relaciones entre los dos países vecinos no son demasiado brillantes, al contrario, ya que la cuestión del turismo provoca numerosos conflictos entre los dos gobiernos, pero Nairobi, para la gran mayoría de los africanos, representa el equivalente al Nueva York de los occidentales y todos sus vecinos quieren llegar allí. Los visados de residencia, imprescindibles y raros para los zaireños, tienen unos plazos que deben respetarse.
 
 
 
 
Cuando finiquitó el permiso de residencia de Chantra fue obligada a partir inmediatamente, y fue muy poco después de su marcha que Oscar se encontró con el problema.
 
 
 
 
 
 
 
 
El desnivel de vida acostumbra a provocar delitos en todas partes y Nairobi no es una excepción. Aprovechando un descuido de Oscar unos pillos le robaron la cartera que dejó olvidada en su coche antiguo a punto de jubilación y si llegó a darse cuenta fue porque los vio correr calle abajo con ella en la mano sin darle posibilidad alguna de recuperación. Le importó poco la pérdida del dinero, él ganaba mucho más, pero sí el que se hubieran llevado las direcciones que guardaba en el interior, entre ellas la más importante, la de Chantra. Fue lo único grave del robo (su documentación la llevaba siempre encima en un bolsillo disimulado), pero con la cartera había perdido también la posibilidad de comunicarse con Chantra, ya que ella, desde Goma, tampoco podía ponerse en contacto con él. Este era su auténtico problema: que no encontraba la forma de comunicarse con ella.
 
 
 
 
Mientras estaba en la isla, Oscar estudiaba la fórmula para lograr reunirse con Chantra. Viajar de Nairobi a Goma resulta difícil si no se cuenta con un buen coche de propiedad, preparado para cualquier tipo de terreno, y aquél no era su caso. Había intentado alquilar uno, pero los convenios entre los dos países, a raíz del problema político relacionado con el turismo, no se lo permitían. Estaba dispuesto a probarlo yendo hasta Bujumbura, la capital del Burundi, y alquilarlo allí, aunque le quedara el temor de llegar a Goma y no poder encontrarla. Peleaba con sus dudas cuando se conocieron y, para que le ayudara a decidirse, hablaron de todo ello. Roberto se interesó tanto por la raíz del problema que Oscar le ofreció pagar los gastos del viaje si le ayudaba a encontrarla.
 
 
 
 
Roberto creyó haber dado con lo que andaba buscando. Un continente que no conocía y la posibilidad de vivir una aventura por una causa digna. Era un premio a su propia constancia, se dijo.
 
 
 
 
De Grecia se desplazó a Nairobi a finales de septiembre en compañía de su nuevo amigo pero, ya en suelo kenyano, la situación se complicó un poco más. Oscar se vio obligado a cumplir un contrato de algunos meses antes de poder volver a viajar, debido a una cláusula del precedente que le obligaba a ello. No sería demasiado grave si aprovechaban ese tiempo para preparar todo lo que iban a necesitar.
 
 
 
 
 
 
 
 
Comenzaron por visitar los consulados de Burundi y el Zaire para obtener los visados de entrada, estudiaron los posibles itinerarios e hicieron un estudio económico del coste de cada uno para decidir el medio a emplear. Durante ese tiempo Roberto pudo conseguir un dinero extra trabajando como dactilógrafo español, durante una conferencia en la sede de las Naciones Unidas.
 
 
 
 
Al principio, Roberto no escribió a su casa porque no sabía qué decirles. Ignoraba el tiempo que él y su nuevo amigo emplearían para localizar a Chantra, pero esperaba ponerse en contacto con Aitana tan pronto se despejara el panorama y supiera algo concreto. A lo sumo, creía, su ausencia se prolongaría unos cinco meses más como máximo, incluyendo el tiempo del contrato que Oscar tenía que respetar. Pero sus intenciones se vieron modificadas por un acontecimiento mucho más grave que un contrato, y que, durante algunos meses, constituiría el centro de la atención mundial.
 
 
 
 
En Rwanda estalló el conflicto interétnico entre tutsis y hutus, y su amigo empezó a temer por la consecuencias que pudieran derivarse del mismo. Chantra vivía en Goma, localidad de veraneo del Presidente Mobutu, que aunque se encontrara en territorio del Zaire estaba situada a pocos kilómetros de la frontera con Rwanda, y, según duraran o según fuera la gravedad de los disturbios, los problemas para llegar hasta allí podían acentuarse.
 
 
 
 
La agravación del conflicto coincidió con la finalización del contrato, y las posibilidades de viajar por su cuenta se pusieron tan difíciles que tuvieron que recurrir a otras personas para poder lograr su objetivo. Intentaron conseguir permisos especiales y, a través de gente conocida, entraron en contacto con la Cruz Roja y con organizaciones no gubernamentales que operaban en el sector. Consiguieron enrolarse en un equipo, como voluntarios, que puso a su disposición todos los permisos que necesitaron para poder llegar a Goma.
 
 
 
 
No les importaba el tiempo transcurrido cuando se vieron en el avión que les llevaba a Bujumbura, punto obligado del itinerario. Al descender del avión, pasaron sin problemas los controles de aduana y permanecieron dos días en la capital antes de entrar en el Zaire y dirigirse, en coche, a Bukavu.
 
 
 
 
 
 
 
 
Ya en Kenya se había sentido mal en relación con los nativos, y no porque fuera racista, al contrario. Su mal provenía de un complejo de culpabilidad que no podía disimular ante la gente local. Se daba cuenta de cómo vivían los negros en su propio país mientras los blancos que trabajaban en las Naciones Unidas ganaban por día lo equivalente a casi un año de los sueldos del país. Tanta diferencia constituía en sí mismo un grave problema, y lo creyó mucho más después de conocer de cerca algunos kenyanos y convivir con ellos. Pero en Bujumbura le invadió una sensación de tristeza aún superior. El calor era tan sofocante que costaba hasta respirar y, después de unas horas de permanencia en su suelo, sólo se pensaba en escapar de allí. Sus habitantes debían sentir lo mismo que experimentaban al poco tiempo de su llegada Roberto y Oscar. Se hacía insoportable aguantar aquel calor si, además, se vivía con el miedo que atenazaba a la población, compuesta, como en Rwanda, de tutsis y hutus. El conflicto podía, fácilmente, extenderse hasta allí.
 
 
 
 
Enseguida les fue fácil distinguir a los tutsis de los hutus. Chantra pertenecía a los primeros y le había hablado ya a Oscar de las características físicas que diferencian a los componentes de esas dos tribus, y también sabían que los problemas entre ambas se arrastraban desde muchos años antes y que se fueron agravando con la ayuda del hombre blanco que imponía sus decisiones según sus propias necesidades, favoreciendo más a unos que a otros a la hora de constituir los gobiernos que se sucedían, de acuerdo con sus propios intereses del momento. La interferencia blanca en asuntos internos negros resultaba decisiva para entender correctamente el problema que, una vez creado, creció rápidamente con los odios acumulados. Pero en Bujumbura, de momento al menos, no aparecía la gravedad a primera vista. Lo que sí aparecía era el desconcierto, la miseria, el miedo y la necesidad de salir de todo aquello. Eso fue lo más importante que retuvo Roberto de su tránsito por el Burundi.
 
 
 
 
Salieron de Bujumbura, en dirección al Zaire, en un todo terreno Mitsubishi, formando equipo con otros dos vehículos y un total de quince miembros. Los tres coches deberían quedarse en Bukavu con todo el personal, a excepción de cuatro personas, de las que ellos dos formaban parte, que seguirían hasta Goma atravesando el lago Kivu en una embarcación.
 
 
 
 
 
 
 
 
Para llegar a Bukavu tardaron más de siete horas ya que, a causa del conflicto, se había cerrado la carretera principal, la misma que conducía a la frontera con Rwanda y, al cerrarse a la circulación de uno a otro país, se vieron obligados a transitar por carreteras adyacentes que más parecían caminos de carro rodeando la montaña. Al llegar a Bukavu constataron la dimensión del problema que se estaba viviendo en el Africa central. Se trataba de un problema mucho más grave de lo que aparentaba, y se manifestaba externamente a través de filas interminables de gente que ocupaban cualquier camino con la única pretensión de sobrevivir.
 
 
 
 
Durmieron en Bukavu una sola noche y al día siguiente embarcaron, en compañía de dos franceses, Elisabeth y Gerard, dirección a Goma. Los dos eran médicos y estaban dentro de la treintena. Trabajaban siempre juntos y sobre el terreno prácticamente desde que salieron de la universidad. Se habían iniciado trabajando en un hospital, pero antes de finalizar el primer año establecieron los contactos que les llevaría a Etiopía. Desde entonces, su área de actividad la situaban en todos los países del África en que pudieran necesitarlos. Habían estado en Somalia y ahora se dirigían a Rwanda. Eran auténticos vocacionales. Sabían que en Goma les esperaba mucho trabajo pero no se asustaban. Les dolía más tener que tragarse las palabras cuando se encontraban ante según qué políticos para pedirles ayuda. Siempre se les contestaba con bonitas frases pero nunca se veían resultados. Se habían acostumbrado tanto a la miseria que, para ellos dos, representaba el estado natural del hombre, y se sentían más ligados al África y a sus gentes que a su propio país. Ellos culpaban a las grandes potencias, y más particularmente a los Gobiernos francés y belga, de la tragedia que vivía aquella parte del mundo. A ellos y a los negociantes en armamento, porque, estaban seguros de ello, sin esos dos actores el drama no hubiera llegado a ser tan profundo.
 
 
 
 
Al atravesar el lago Kivu, inmenso y maravilloso, esto sí lo recordaba claramente Roberto, ya sabían, los cuatro, que se separarían al llegar a Goma. Cada uno respetaba y entendía las necesidades de los otros y dejaba que cada quien actuara a su libre albedrío. De todos modos, los médicos estaban dispuestos a ayudarles en caso de necesidad, aunque no llegaran a ejercer de voluntarios.
 
 
 
 
A la llegada al puerto les esperaba un equipo que, antes de dirigirse a su campamento, acompañó a Roberto y su amigo a un hotel que les habían reservado en la ciudad. Al despedirse, en el aire se quedó flotando un hasta siempre.
 
 
 
 
Ya en el hotel, todo el suspense en relación al deseado encuentro entre Chantra y Oscar se disipó en unos minutos. A la primera persona que se encontraron, una sirvienta del establecimiento, le pidieron, por tantear el terreno, si podría ayudarles a encontrar una chica, y cuando Oscar dijo su nombre, el largo problema encontró la solución. Chantra era prima suya, vivía a una manzana del hotel y, por el momento, se encontraba perfectamente. Dejaron sus equipajes en la habitación y solicitaron permiso al que aparentaba ser el propietario para que su empleada les acompañara a su encuentro.
 
 
 
 
 
 
 
 
Entre la tristeza que acudía a Goma diariamente desde la nación vecina y las explosiones de alegría de Chantra cuando se encontró entre los brazos de Oscar, había tanta distancia como la que pueda existir entre el limpiabotas del Hilton y el dueño de la cadena de hoteles. En la entrada de aquella casa parecía que estuvieran viviendo "los mejores años de nuestra vida", como decía un film que Roberto recordaba y, a los cinco minutos, aparecía el padre de Chantra invitando a todo el mundo a pasar al interior. Se vivió una velada sencilla, de comunicación auténtica, captándose rápidamente las intenciones con que se decían las cosas, contentos de estar reunidos y haciendo planes para el futuro desde el primer instante, con la aquiescencia del padre de Chantra que resultó ser todo un señor. Era una de las personalidades de la ciudad, equivalente en puesto al primer teniente de alcalde de cualquier población europea, con una peculiaridad muy rara en el sector: era un auténtico benefactor para el necesitado.
 
 
 
 
Roberto también pudo darse cuenta de ello durante todo el tiempo que transcurrió desde su llegada, un lunes por la noche, hasta el martes de la siguiente semana, en que, gracias al padre de Chantra, consiguieron billete para Bujumbura a bordo de una avioneta de diez plazas contando el piloto, y de las que ellos ocuparían tres. Pero la semana larga que se quedaron en Goma resultó demasiado densa para Roberto y, allí, se incubó su posterior transformación. Aquella semana coincidió con la expansión de la tragedia que se encontraban en plena cara a cada paso que daban, y tuvieron que dar muchos para conseguir los billetes y para falsear «oficialmente» la documentación de Chantra y obtener así su visado de entrada en Burundi y Kenya. Se obtuvo con la ayuda de los responsables de algunas asociaciones no gubernamentales.
 
 
 
 
Convencer al padre de Chantra costó mucho menos. Rápidamente entendió la urgencia de los jóvenes y, además, se mostró agradecido por poder apartar a su hija de la proximidad de la tragedia. Para Roberto, el encuentro con el padre de Chantra representó uno de los más importantes que había tenido a lo largo de su vida.
 
 
 
 
Esta segunda vez, en Bujumbura permanecieron tan solo unas horas: el tiempo que tuvieron que esperar la salida del avión que les haría regresar a Nairobi. En el aeropuerto burundés la suerte se alió con ellos, y embarcaron junto a una delegación de las Naciones Unidas que regresaba a la Sede para mostrar sus informes. Gracias a sus responsables, en suelo kenyano se evitaron el trámite aduanero al incluirles en su nómina.
 
 
 
 
Al pisar la casa de Oscar, situada en Kiambu, a pocos kilómetros de Nairobi y en medio de un cafetal, Roberto creyó que estaba llegando al fin de su viaje.
 
 
 
 
 
 
 
 
Fue la acumulación de pequeñas cosas lo que cambió a Roberto. En Nairobi se pusieron en contacto con el consulado de España para lograr convertir a Oscar y Chantra en matrimonio y así obtener para ella el visado de entrada a la que debía ser su casa en Madrid. Pero el celo de los funcionarios se convierte en recelo con demasiada facilidad, sobre todo si el que pide es un pobre negro tutsi y procede de una zona con problemas. Oscar acabó consiguiéndolo, al cabo de bastante tiempo y ayudado por su profesión y las buenas relaciones de su familia, pero en aquellos días, sin un respaldo muy seguro, resultaba casi imposible obtenerlo para alguien como Chantra y, así y todo, los permisos no garantizaban su renovación. Esta dependía de muchas otras cosas, como podían ser los análisis clínicos, la situación económica, la duración del matrimonio o diferentes etcéteras. Roberto, ante tanta tontería administrativa, se preguntó demasiado a menudo qué significaban las palabras ayuda, cooperación, colaboración, interés; y cada vez veía más lejano el momento en que los políticos llevaran a la práctica la adopción de auténticas medidas de protección a los necesitados, y no sólo en el consulado español, no, eso podía representar la gota en su caso particular, pero lo fue comprobando por donde pasaba.
 
 
 
 
Por donde más pasó, fue por la sede africana de las Naciones Unidas. Quiso quedarse en Nairobi hasta que sus amigos no hubieran logrado su objetivo, es decir, el embarque de Chantra en un avión con destino a Madrid, creyendo que aquello sería cuestión de días. Pero al prolongarse la espera, ante la necesidad de la alimentación propia, aceptó otro contrato como dactilógrafo en las Naciones Unidas. Fue a partir de este segundo contrato que todo él se desmoronó. Entró en un estado depresivo que le impedía razonar positivamente, veía sólo el lado negativo de las cosas, y se acercaba, cada vez más peligrosamente, a un estado contemplativo en el que desaparece la participación.
 
 
 
 
 
 
 
 
Roberto trabajaba tecleando ante una pantalla de ordenador las versiones oficiales sobre el drama que atravesaba el centro de África y sin que nadie le preguntara su opinión, cosa muy lógica, pero él también tenía sus opiniones y creía en algunas posibles soluciones. El conflicto se agravó aún más durante el tiempo que él escribía los textos en español, y fue dándose cuenta demasiado deprisa que una cosa son las palabras empleadas para entretener a la opinión pública, y otra cosa es trabajar para encontrar soluciones satisfactorias para los más necesitados.
 
 
 
 
La actitud de las grandes potencias le desesperaba. Se adoptaban siempre pequeñas soluciones que no servían de nada o de bien poco para aquellos que verdaderamente sufrían los acontecimientos. Y se dio cuenta de que se estaba ganando la vida a costa del sufrimiento ajeno. Sus compañeros de trabajo querían demostrarle que se equivocaba, que, además, no podría cambiar nada, y que, a fin de cuentas, él nada tenía que ver con todo aquello; que trabajara, cobrara y que le bastara. Pero Roberto era un cabezón, y cuando se quedó sólo, ¡ni supo cuánto tiempo había pasado antes de que Oscar y Chantra volaran hacia Madrid!, se fue encerrando cada día un poco más en su interior mientras veía a los negros de Nairobi cómo pedían dinero a los turistas blancos y seguía viendo por la televisión las entradas masivas a Goma y Bukavu de gente con el cartel de la muerte dibujado en sus caras.
 
 
 
 
Roberto se sintió tan pequeño ante el problema, que empezó a sentir el miedo de la vuelta a casa.
 
 
 
 
Empezó a darse cuenta de su propia ingenuidad y de que Aitana era lo único sólido de su vida y, también, de que su hijo Robín debía de estar maldiciéndolo. Se daba cuenta de que había pasado mucho tiempo desde que, con la sonrisa en la boca, se alejaba de su casa para intentar encontrar la chispa que le faltaba, sin haber tenido en cuenta la labor cotidiana de Aitana; ni su fuerza y su coraje; su visión clara de las cosas, o su entera dedicación a los suyos; ni haber sabido comprender que su propio sentido de la libertad era Aitana quien se lo proporcionaba.
 
 
 
 
Y perdido por las calles de Nairobi, alternando períodos de trabajo y descanso, se fue dejando conducir al «mal del país» sin buscar ni el más mínimo remedio. Se peleó rápidamente con la mayoría de compañeros blancos de su trabajo; se adornó de impertinencias que desprendía en cualquier sitio y a la menor ocasión; se encolerizaba cuando creía asistir a una injusticia y, día a día, se encontraba más solo aunque intentara ser auténtico en cada una de sus expresiones. Le parecía que, después de lo que había vivido los últimos meses, no podía permitirse la vaguedad. Sus cimientos se encontraban removidos y deseaba encontrar materiales auténticos para remozarlos. Y fue dejando pasar los días hasta que surgió, de su propio interior, otra propuesta nueva a la que se dedicó.
 
 
 
 
Los últimos meses de su estancia en Nairobi, había dejado Kiambu al mismo tiempo que sus amigos, los pasó en el «Hotel Six Eighty», en una habitación con espacio suficiente para dedicarse a escribir un libro. Siguió alternando el trabajo con el reposo mientras intentaba explicar en palabras su visión del conflicto; las causas que lo habían originado y las posibles soluciones que podían ponerse en práctica y sirviéndose para ello de una historia de amor, inspirada en la realidad de Oscar y Chantra. Trabajó seriamente y bien documentado y cuando acabó el libro ya se había calmado, aparentemente, la situación, aunque él siguiera convencido de que el problema no tardaría demasiado en volver a explotar. No podría evitarse si él no se equivocaba. Esperaba publicar el libro y que llegara a leerlo algún buen político, o alguien que pudiera, y quisiera, ayudar.
 
 
 
 
Cuando lo tuvo acabado escribió una postal a Aitana. Quería decirle lo mucho que la encontraba a faltar; que la quería más que a nada en el mundo; que sabía lo mal que se había comportado durante tantos años; que quería verla y hacer el amor con ella, pero se contuvo porque no tenía ningún derecho a recordarle nada. Se presentaría en su casa y que ella decidiera lo que quería hacer. Ya empezaba a ser hora de que actuara como un hombre y no como un niño. Y le escribió «Vengo» porque la necesidad que sentía de verla le obligó a prevenirle de su llegada. Salió a echar la postal al correo y continuó andando hasta la agencia de viajes cercana al hotel. Quería coger el primer vuelo que hubiera a disposición.
 
 
 
 
Y ahora que se aproximaba a su casa, le invadía el terror de verse rechazado.