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Se sentía en todas las calles que la ciudad estaba partida en dos. El acontecimiento de la mañana, aunque hubiera ocurrido lejos de allí, la había conmocionado y agitado sus cimientos. Había despertado los temores de muchos de sus habitantes y abierto alguna esperanza en otro sector muy amplio de la ciudadanía. El mensaje lanzado por ETA haciendo volar a Luis Carrero Blanco por los cielos de Madrid había calado hondo, sin ningún género de dudas, en toda la población. Las gentes más sencillas interrumpieron, por un día, las compras necesarias para celebrar la Navidad que se avecinaba, mientras que los sectores políticos clandestinos se encontraban reunidos en sus despachos para coordinar estrategias y, entre todos, habían dejado las calles de la ciudad casi desiertas. Sólo paseaban los que aún no habían tenido ocasión de enterarse de la noticia, los muy curiosos que intentaban descubrir en las caras de los viandantes rasgos de pesadillas, y policías uniformados y sin uniformar, que vigilaban todos los rincones con más celo que nunca.
 
 
 
  Jaime...  
 
 
 
 
     
  (algunos capítulos después...)  
     
 
Jaime no podía llegar a creer que fuera tan pequeñita; que los pechos que tocaba apenas llegaran a pechitos, que tuviera las piernas más delgadas que los brazos que la estaban acariciando; que tuviera aquel culito tan diminuto y tan prieto; que Tamara no pudiera conjugarse si no se hacía con diminutivos... y a él cada vez le iba gustando más, porque le divertía su pequeñez. Si la lanzaba al aire llegaría tan alto que chocaría con el dedo de Colón si lo hacía en la Puerta de la Paz, se dijo en silencio. Y siguió apretándose tanto que el calor fue bajando hasta instalarse en las pelotas de tenis que tenía por testículos y que pedían, por favor, una abertura para quitarse tanto sofoco. Seguro que estaba contagiando su temperatura, porque Tamara también tenía el culo ardiendo, y le debía escocer mucho, ya que no paraba de moverlo. Tanto y tanto se movió que la sábana que les cubría desapareció por completo dejando al descubierto un cuerpo tan diminuto que parecía un juguete. Jaime no pedía nada más, le satisfacía jugar con él y comenzó a practicarse. Le dio la vuelta y la cubrió de besos sorbiéndole el calor que le bajaba de las axilas; bebiéndose el sudor que descendía de sus pechitos; soplándole el poco aire fresco que encontraba en su interior sobre el triángulo del pubis; enredando sus dedos en la cabellera pelirroja; contando las pecas que cubrían todo el cuerpo... ¡Y la quiso!