Salió del cine con cara de siete espantos, con la prisa en el culo y con la ira dominándole el cuerpo. La última hora y media de su tiempo ya pasado le pedía el escrito de venganza que su cabeza urdía. Su cuerpo ni se enteraba de que atravesaba el aire, se sentía dominado por el impulso de lanzar golpes, y a golpes andaba con unos pies cansados de tanto ir de cine en cine hasta dejarlos, después, cada día, escondidos bajo una mesa que representaba, para él, su sala de torturas preferida.
 
 
 
 
Ante su mesa y con las manos dispuestas a teclear su vetusta máquina de escribir se sentía poderoso. Se sentía casi propietario de las mentes de muchos lectores de revistas especializadas en el mundo cinematográfico, y hacia ellas apuntaba con sus dedos cuando éstos pisaban las letras. No quería perdonar a nadie por la cantidad de tiempo que había desperdiciado en el interior de los cines. Todos los demás, se convertían en culpables cuando una película no le gustaba. Como la de aquel día.
 
 
 
 
El productor lo era por dedicar tanto tiempo y dinero a un producto que no merecía ser visto; el realizador, porque no tenía ni idea de cómo debe relatarse una historia; los actores, salvo una excepción, porque no se merecían aquel esfuerzo; el público en general, por parlanchín y por cegato en la elección; el cine, por deficiencias en la proyección; y los que salieron satisfechos de la misma, por imbéciles. Pero él, el temido crítico, sosias de un George Sanders que se paseaba con "Eva al desnudo", sabría decirles a todos ellos, y con pocas palabras, todo lo que se merecían leer.
 
 
 
 
Tecleando la máquina se sentía tan Zorro cuando atacaba con sus feroces críticas, como pudieran sentirse Douglas Fairbanks, Tyrone Power o Antonio Banderas interpretándolo en las películas. O como un Superman sobrevolando el mundo del cine. Pero su sed de venganza había crecido tanto con el paso de los años ante tanto cine de mala calidad que se había visto obligado a ver, que deseaba poder convertirse en el Dr. No sin la presencia de un James Bond que pudiera interponerse en su camino. ¡Ah, si él tuviera poder, se iban a enterar unos cuantos!
 
     
 
Después, vomitado ya su escrito y mandado por fax a la redacción, y algo más rehecho consigo mismo gracias al ejercicio de su auténtica vocación, se dirigió al baño, como cada día, a quitarse el sudor que le ocasionaba su trabajo. Entró desnudo y se encontró, como por sorpresa, con su doble en el espejo. Se lo miró de la cabeza a los pies varias veces y sintió una cierta desazón cuando sus ojos se pararon ante la prominente barriga. No quiso seguir mirando tan abajo y subió la vista hasta el pectoral caído que disimulaba un poco su flojedad gracias al copioso vello griscano que lo cubría. Cuando miró la cara la encontró muy seria y casi enfadada consigo misma por la pérdida del cabello: sólo le quedaba un poco en las sienes. Y sintió algo de lástima por su doble, porque sabía que a él le hubiera gustado poder dedicarse al cine como actor y no como crítico, pero, según él, su físico no se lo había permitido y por ello casi quiso abandonarlo. Lo deseó tanto que lo dejó viviendo solo.
 
     
 
Finalizado su propio repaso ya no le quedaba nada más que hacer aquel día que no fuera introducirse en la bañera y ocultar su soledad entre la multitud de pequeños ríos que manaban de la ducha. Y también, como casi cada día, de sus ojos se escaparon unas lágrimas que se perdieron en el agua antes de que alguien pudiera llegar a verlas.