Aparición del desencanto
 
     
 
Los años se sucedían y la situación del país no mejoraba. Desde la llegada de los socialistas al poder se había ganado en libertad de expresión, pero la gente se daba cuenta de que, aunque se abriera más la boca, no se llenaba el estómago con palabras. Los impuestos habían crecido tanto que las medianas y pequeñas empresas se veían obligadas a cerrar, y todo el mundo podía ver cómo el paro se extendía cada vez más en todas las regiones. La población empezaba a darse cuenta de que no siempre aparecen detrás de las palabras las acciones que se hacen necesarias y empezaba a desconfiar de la actuación del Gobierno que había sido elegido por amplia mayoría.
 
     
 
Incluso se creía que el escándalo «Rumasa», surgido al poco de la llegada al poder de los socialistas, había aparecido para distraer a la opinión pública y tenerla entretenida con las discusiones ditirámbicas entre un representante de la izquierda, Miguel Boyer, Ministro de Hacienda, y otro de la derecha, el fugado Ruiz-Mateos, propietario de la sociedad expropiada. Mientras la gente se ocupara hablando del tema no tendría tiempo de mirar más en profundidad lo que en realidad pasaba y no se daría cuenta de que nada cambiaba. Cada vez se difuminaba más la esperanza del cambio que todo el mundo había deseado. Cada día que pasaba aumentaba el poder de los grandes bancos y cada mes aumentaba el número de parados.
 
     
 
Los socialistas hablaban bien, de eso no quedaba ninguna duda. Felipe González era un orador capaz de entretener al público hablando sin parar y sin necesidad de ampararse en el papel escrito; también Alfonso Guerra sabía captar la atención del oratorio aunque para ello se sirviera de vez en cuando de algún insulto. Pero las palabras se las lleva el viento si no se ven refrendadas por las acciones, y los discursos, acaban siendo obsoletos, palabra que había puesto de moda el propio Presidente del Gobierno, y que reflejaba el sentir de una gran parte de los españoles ante la progresiva desconfianza que les inspiraban sus gobernantes. Ninguna medida aparecía detrás de tanta palabrería. El único cambio que podía constatar la clase trabajadora era el numérico. Sus filas habían disminuido porque muchos de ellos se veían obligados a apuntarse a las nuevas filas que se estaban formando: las del ejército de los desempleados. Los integrantes de este nuevo batallón, si nadie lo remediaba, se convertirían, con el paso del tiempo, en los excluidos de la nueva sociedad que se estaba vislumbrando.
 
     
 
Yo había dejado de creer en los políticos. Para mí, la política ha de ir ligada a la acción de cada día, y el espectáculo que me ofrecían no se correspondía en nada con esa premisa. Veía a los Ministros apoltronados en sus despachos y sujetos a las directrices que emanaban de alguna esfera que estaba por encima de ellos. Me parecía que nada iba a cambiar, fueran del lado que fueran los dirigentes, mientras existieran otras potencias económicas y políticas que dictaran sus leyes y, en mi opinión, el papel que ejercían el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y, principalmente, los Estados Unidos, era de mucho más protagonismo que el de los dirigentes de los países considerados como de tercer orden, como era el caso de España en aquellos momentos. Cualquier decisión que tomara el Gobierno español estaba destinada al fracaso si no obedecía las consignas impuestas por esas potencias y, en la práctica gubernativa, los socialistas habían tenido que guardar sus ideas en el armario y se habían alineado al lado del gran capital. Sus discursos se convertían en pura demagogia mientras que el resultado de sus acciones aparecía como nulo si se miraba a lo largo y ancho de la península. Cada vez se notaba más que era muy reducido el número de los escogidos.
 
     
 
(Este texto fue escrito en 1989.)