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MALNACIDO |
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Su
primer llanto se convirtió
en una coz que doblegó
a toda la familia. Resonó
poco después de que un
vientre de dieciséis años
empujara hacia abajo y le soltara
en medio de una habitación
con las paredes mojadas por las
lágrimas viscosas del verano
andaluz, en pleno mes de agosto,
de un año al que llaman
caballo en el lejano Oriente,
y cuando las cenizas producidas
por una guerra reciente no habían
sido totalmente apagadas y aún
podían leerse, escritos
con trazos grandes, los invencibles
miedos dejados por ella en las
caras de todos los asistentes
al alumbramiento. La alegría
de la madre aún niña
había sido enterrada a
muchos metros de profundidad algunos
meses antes del acontecimiento,
en el mismo momento en que la
hinchazón del vientre que
acababa de vaciarse se había
adueñado de los espíritus
de toda la familia. |
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El
temido mal aparecía con
cuerpo propio, pintado de color
rojo, y gritando su presencia
en respuesta a tantos meses de
espera. Llegó como si fuera
un castigo para sus abuelos, almerienses
perdedores de una guerra, que
lo recibieron vestidos con el
traje de la penitencia, mientras
la madre seguía llorando,
ya sin fuerzas, el pecado cometido
con un joven que se encontraba
a muchos kilómetros de
distancia de allí, cumpliendo
su servicio militar obligatorio,
sin enterarse de que su semen
se había convertido en
niño. |
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El
llanto del recién nacido
no explicó nada nuevo ni
modificó las decisiones
previamente adoptadas por el consejo
familiar antes de su llegada.
El niño había llegado
al mundo con un billete de destierro
pegado en la carne y sin conocer
el significado del nombre que
sus abuelos habían aceptado.
Antes de emprender su primer viaje,
antes de que se le depositara
en el que iba a ser su nuevo domicilio,
sería bautizado con el
nombre de un santo aunque no perdiera
nunca más el que ya se
le había adjudicado en
la ciudad que pronto dejaría
atrás y que, según
el vecindario, se le ajustaba
mejor. Llegó a la «Guardería
de Santa Teresita del Niño
Jesús y de la Inmaculada
Concepción», situada
en el número ocho de la
calle Durán, en la ciudad
de Sabadell, provincia de Barcelona,
con el nombre de Roberto inscrito
en sus papeles, pero con la etiqueta
de «Malnacido» incrustada
en el alma. Fue depositado allí
sin que nadie quisiera evitarlo,
empapado por las lágrimas
ofrendadas por su madre en prueba
de amor desesperado, y recibido
por las guardianas del asilo como
si lo hubieran rescatado de un
antro de pecado. Por esa sola
razón, decían las
guardianas, en el futuro habría
que vigilarlo. |
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Las
guerras no se acaban con los últimos
cañonazos ni con las últimas
detenciones. Siguen habiendo víctimas
mucho tiempo después de
haberse enterrado los últimos
muertos, ya que las cicatrices
no desaparecen al cerrarse las
heridas. Al lado de los cuerpos
vencedores siguen paseándose
los fantasmas de los vencidos,
y con los mutilados de guerra
desfilan los heridos por la nueva
moralidad que impone un ejército
vencedor, marchando al mismo son,
marcando el compás con
el dolor que proviene del silencio
y sin haber tenido tiempo de descubrir
dónde cometieron el error,
si es que lo hubo. No hay lugar
para el arrepentimiento ni para
la piedad, tampoco para el perdón.
Crecen los cementerios, las fosas
comunes y las cárceles,
mientras los hombres se convierten
en guardianes o vigilantes de
la moral de los jóvenes.
Sólo los niños siguen
viviendo intensamente aunque sufran
castigos. |
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Roberto
no tenía un año... |
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