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Dedicado
a mi buen amigo José Luis
Romance, |
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a todos los valencianos orgullosos
de serlo. |
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Valencia
es la tierra perfumada por la flor
del azahar... |
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Para
mí, españolito del
otro lado de la frontera curtido
al pie de los Alpes entre la nieve
y el frío, sin apenas recuerdos
tangibles de la España
profunda y profana, el hecho de
ser invitado a las Fallas no representaba
otra cosa que la posibilidad de
viajar en buena compañía
y el reencuentro con una parte
de mi propia historia. También
la oportunidad de un buen baño
en el Mare Nostrum, aunque
a éste le hubieran afeado
la cara. |
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Dos
o tres amaneceres pasaron y todo
se precipitó. El ritmo
de la ciudad se aceleró
y el espacio vital se fue empequeñeciendo.
Donde había dos éramos
seis, después fuimos diez
y, más tarde, demasiados.
De cualquier esquina surgían
camiones cargados de moros y cristianos,
de magos, brujas y esclavas, de
políticos y enanos, de
demonios, de fantasmas. Cuerpos
voluminosos, cuerpos casi desnudos,
caras distorsionadas, muecas para
todos los gustos y caras reconocibles
en escenas cotidianas. Se amontonaban
en esquinas y plazas, al principio
sin orden ni concierto, acompañados
de brigadas de operarios, de técnicos
y de arquitectos de la imaginación. |
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En
pocas horas Valencia cambiaba
varias veces de aspecto y la gente
se apelotonaba para ver su nueva
faz, y sin que nadie diera la
entrada la música se adueñaba
de la ciudad. Bandas de músicos
pululaban por las calles llenándolas
de ritmo, de salsa, de samba,
de rock, de pop, y la alegría
inundaba las calles. Las falleras
paseaban con su vestido de gala
y en su paseo ponían alma,
ponían vida y se adivinaba
la pasión. |
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Más
tarde el clima se transformaba.
El calor se apoderaba de la fiesta
y el fuego se convertía
en rey. La luz del atardecer se
poblaba de cascadas de estrellas
sonoras y de relámpagos
con estruendo. Valencia estaba
dominada por un Nerón invisible
y la ciudad lanzaba fuego por
sus cuatro bocas cardinales. Fue
un espectáculo igual el
que debió inspirar a un
hijo ilustre de la ciudad, Blasco
Ibáñez, para escribir
"Los cuatro jinetes del
Apocalipsis". |
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Y
cuando parecía que toda
la ciudad era presa de las llamas
y que el holocausto llegaba a
su fin a los sones de una traca
de cien cañones por banda;
cuando las lágrimas del
calor resbalaban por todas las
caras y empezaba a languidecer
el reflejo del fuego, en mi interior
se dibujaba con toda nitidez el
milagro de la fiesta de la vida
y de la muerte: polvo eres
y en polvo te convertirás. |
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