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Horas
de espera, pensamientos rotos.
Trajín de maletas. Gente
con prisa, gente tranquila, gente
cansada, gente acostumbrada. Abrazos
de recibida, besos de despedida,
besos sin pudor, besos acalorados,
besos de conveniencia. Lágrimas
incontroladas, lágrimas
furtivas, lágrimas sin
agua. Ojos que miran, ojos que
leen, ojos que buscan, ojos que
duermen. Ruidos, conversaciones,
bisbiseos, murmullos, y voz de
altavoz que recuerda: «atención:
próxima salida...».
El reloj marca los cuartos y la
gente remira su muñeca
¡ya falta menos! Se llega,
se parte, y siempre se espera. |
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Al
descender la escalerilla del avión,
la vi. Celia estaba en la terraza,
apoyada en la balaustrada y agitando
el brazo en señal de saludo.
Era pleno verano, pero no fue
sólo el efecto de los rayos
del sol lo que me hizo sentir
aquel calor. Mi latir se aceleró
y tuve miedo de que los demás
pasajeros se asustaran al oír
el sonido de mi corazón,
que retumbaba como un tambor.
Al traspasar la puerta de acceso
al vestíbulo, fui corriendo
hacia ella para abrazarla. ¡Qué
guapa estaba! Muy morena, sonriente,
¿distante? con un brillo
en los ojos que me enamoraba.
No quiso que el abrazo se eternizara
delante de tanta gente y me invitó
a salir rápidamente de
allí. Al subir a su coche
volví a besarla. Tampoco
esta vez duró mucho. |
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Experimentaba
tantas sensaciones que no podía
decir nada. Me sentía inmensamente
contento de estar a su lado y
quería que ella me hablara,
que me dijera algo de lo que yo
quería oír; que
despejara de mí las pequeñas
dudas que alguna vez me habían
asaltado, que me confirmara que
nada serio había ocurrido
durante mi ausencia, que lo que
comentaba en una carta no había
dejado secuelas. Ella conducía,
sonreía y no hablaba. |
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